Terminé Los errantes, de la premio nobel polaca Olga Tokarczuk, con la incómoda sensación de no haber sintonizado, pero la intuición de que estaba dejando pasar una buena obra sin haber sabido leer adecuadamente. Claro que había recalado con satisfacción en varias partes por el placer de encontrar la reafirmación de mis propias ideas, por ejemplo la insustancialidad del turismo:
No eran auténticos viajeros, porque se iban para volver. Y regresaban aliviados, con la sensación del deber cumplido. Volvían para recoger de la cómoda montones de cartas y facturas. Para hacer una gran colada. Para matar de aburrimiento a los amigos, que bostezaban con disimulo mientras les iban mostrando las fotografías. Aquí estamos en Carcasona. Y aquí mi mujer con la Acrópolis de fondo.O las delicadas pinceladas de reivindicación feminista (excelente el relato Kairós) que cumplen con la obligada mención a un asunto que no se puede obviar en la escritura de nuestro siglo, pero que se utiliza a menudo en la literatura actual de una manera grosera, más con fines publicitarios que ideológicos.
El libro es una amplia colección de escritos, algunos con la estructura de cuento, otros con la de una crónica y otros más con la inmediatez de un apunte de diario personal. Pero no logro entender la armazón que los reúne, si es intencionada o casual: ¿qué tiene que ver la técnica del embalsamamiento o la plastinación con la arquitectura de los aeropuertos? ¿la anatomía con la geografía?
Al hilo de estas notas releo el texto titulado El síndrome, que explica la naturaleza de la mente errante del yo que escribe, poseído por el síndrome de desintoxicación perseverante, en constante huida:El concepto de síndrome le sienta como un guante a la psicología del viaje […] Se trata de una variante del Síndrome del Mundo Cruel (Mean World Syndrome), bastante bien descrito últimamente en la literatura neuropsicológica como infección propagada sobre todo por los medios de comunicación. En el fondo es una dolencia pequeñoburguesa. El paciente pasa largas horas ante el televisor, buscando con el mando a distancia únicamente aquellos canales que emiten las noticias más espantosas: guerras, epidemias, catástrofes... Fascinado por lo que está viendo, ya no puede apartar la vista.Y me parece que este ‘síndrome de desintoxicación’ es un concepto genial para describir de qué sutil manera la mala conciencia que habita en cada intestino del primer mundo ─que fagocita la mayor parte de los recursos─ aflora y marchita su paraíso, impulsando la escapada.
Para nuestra narradora los síntomas por los que reconoce padecer el virus errante son la atracción por lo monstruoso, por todo lo que se aparta de la norma:No me interesan los acontecimientos repetibles, esos que tan atentamente sigue la estadística y que todo el mundo celebra con una sonrisa feliz y familiar en los labios. Siento debilidad por la teratología y los monstruos. Tengo la constante y torturadora convicción de que es precisamente ahí donde el verdadero ser sale a la superficie y revela su naturaleza. Una súbita revelación accidental. Un avergonzado «ay»: el dobladillo de la ropa interior asomando de una falda esmeradamente plisada. Un horrendo esqueleto de metal que surge repentinamente de debajo de una tapicería de terciopelo; la ilusión de esponjosidad obscenamente desmentida por la erupción del muelle de un sillón de felpa.Esta tendencia conduce a un peregrinaje que busca admirar lo irrepetible, las curiosidades anatómicas reunidas en un tipo muy especial de museos: los gabinetes que reúnen especímenes, obras originales de la Naturaleza, conservadas en sofisticadas mezclas. La anatomía, el cuerpo sirve de medida y de símbolo, es referencia constante, ya que el cuerpo es el equipaje mejor organizado: órganos perfectamente dispuestos el uno junto al otro, ocupando su lugar en divina armonía. Y esta frase me lleva a considerar que el cuerpo se interpreta como vehículo por excelencia, transportando un equipaje meticulosamente ordenado, haciendo un viaje universal e ineludible al que nadie puede renunciar.
Me detengo ahora en algunas de las observaciones de esta viajera que se aleja de los tópicos mostrando singulares puntos de vista que despiertan en mi cerebro recorridos inexplorados: la mirada especial a los aeropuertos ciudades-estado con ubicación fija, pero ciudadanía cambiante; los trenes para cobardes, el lado positivo de sufrir un overbooking o el efecto perverso de las guías de viaje. Pero el galardón al mejor desvío del tópico de viaje es este genial razonamiento sobre el uso del inglés como idioma universal: la compasión por aquellas gentes que lo tienen como única lengua:¡Cómo de perdidos deben de sentirse en un mundo en que todo manual de instrucciones, cada palabra de la canción más tonta, el menú de cualquier restaurante, la correspondencia comercial más fútil, incluso los botones de un ascensor, están en su lengua privada! En cualquier momento pueden ser entendidos por cualquiera al abrir la boca, y sus notas, tendrían que cifrarlas. Se encuentren donde se encuentren, son accesibles siempre, para todos y por todo.No se le puede negar variedad, novedad y excentricidad a esta combinación de relatos que difumina la frontera entre ficción y realidad (me detengo sorprendida porque me parece estar tocando puntos neurálgicos de la literatura de viajes). Abiertamente baraja los géneros: autobiografía en sus impresiones; ficción en los relatos cortos de viajes reales o imaginarios (a destacar Los errantes); literatura epistolar en las cartas de Joséphine Soliman; biografía en la sorprendente historia del descubridor del tendón de Aquiles o la mezcla del doctor Ruysch para la conservación de los cuerpos.
Existen ya planes, según he oído, para protegerlos, para concederles incluso una lengua minoritaria, una de esas lenguas muertas que nadie necesita, para que tengan algo propio, solo para ellos.
Cambia mi comprensión de esta obra después del repaso minucioso: ahora la sensación es la de encontrarme con una agudísima mirada nueva al viaje y al viajero, descartando los estereotipos, eligiendo efectivamente lo insólito frente a lo repetible. El libro funcionará como una guía de viajes puesta al día que te lleva de un rincón a otro de tu propio cerebro, despertando nuevas asociaciones y arrastrándote a inesperados destinos: de la Holanda del siglo XVII al interior de tu cuerpo y el dibujo de sus mapas; con paradas intermedias donde aparecen los detalles que caracterizan el espíritu de nuestra época: el auge de las comunicaciones (físicas y virtuales), el poder de las redes, la globalización, la degradación de los lugares santificados por las guías o la invasión del plástico. Porque, al parecer, los viajes de hoy ya no dan para inesperados descubrimientos de arte, paisaje o costumbres sino para pequeñas anécdotas, siendo el viajero el paralelo del embalsamador, que pretende conservar en frases lo que en un instante estuvo vivo:Seguiremos apuntando, es la forma más segura de comunicación, intercambiaremos letras e iniciales, y nos inmortalizaremos mutuamente en hojas de papel, nos plastinaremos, nos sumergiremos en el formaldehído de frases.
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