jueves, 21 de septiembre de 2023

El viaje en crucero de D. F. Wallace

 

 La casualidad, que es mi verdadera guía de lectura, me lleva a releer a David Foster Wallace y su Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. Me pone de muy buen humor la primera atacada del texto, me cansa ligeramente la segunda y remato con una tercera nuevamente gozosa. Cuando acabo, tengo la certeza de que nunca me embarcaré en un crucero, inclinación que intuitivamente ya tenía antes de la lectura, pero que ahora ratifico conscientemente porque sé más de las vacaciones en el mar que las personas que eligen pasar sus vacaciones surcando los distintos mares. La literatura es lo que tiene, que en las creaciones más afortunadas, suplanta a la realidad con mayor eficacia y profundidad de conocimiento que la sobrevalorada experiencia (en mi calidad de semiagorafóbica, al igual que Wallace, este es un razonamiento totalmente interesado).

Con una escritura informal y aparentemente ligera, plagada de notas tan sabrosas como el mismo texto, descubre su condición de viajero crítico:

En un Crucero de Lujo 7NC, pago por el privilegio de cederles a profesionales cualificados la responsabilidad no solamente de mi experiencia sino de mi interpretación de esa experiencia: es decir, de mi placer. Mi placer es gestionado de forma eficaz y sabia durante siete noches y seis días y medio… Tal como me prometieron en la publicidad de la línea de cruceros.
Me complace mucho la manera que tiene este hombre de estrujar hasta la última gota de capitalismo feroz con la simple descripción del mundo artificial (riámonos de los que imaginaron Orwell o Huxley) creado para el supuesto recreo y reposo del espíritu burgués:
Lo que yo observé fue que el Nadir era un barco realmente estricto, gobernado por un cuadro superior de oficiales y supervisores griegos durísimos, y que el personal inferior vivía en un estado de terror mortal hacia aquellos jefes griegos que los miraban todo el tiempo con ojos inexpresivos, y que el trabajo de la tripulación era duro hasta extremos dickensianos, demasiado duro para verlo con alegría.
[...]
Contemplar desde una gran altura a tus compatriotas caminando como patos con sandalias caras por puertos azotados por la pobreza no es uno de los momentos más divertidos de un Crucero de Lujo.
No sería necesario utilizar demasiada ironía (aunque la tiene a raudales) porque la simple observación es suficiente para alcanzar el supremo ridículo:
El Nadir carece de una capilla propiamente dicha. El sacerdote coloca una especie de altar plegable en el Salón Arco Iris, el más cercano a la proa de los salones de fantasía que hay en las cubiertas, de colores salmón y amarillo cera con frisos de bronce pulimentado. Arrodillarse en el mar resulta bastante complicado. […] Para la comunión, uno puede elegir beber vino o mosto sin azúcar de la marca Welch. Incluso las obleas para la comunión de la misa diaria del Nadir están inusualmente ricas, más parecidas a galletas que las hostias normales y con un regusto dulce cuando se deshacen entre los dientes.
Esta aparente ingenuidad (la de limitarse a describir) funciona como un explosivo que destroza el orden ario imperante; asumiendo que, tras la explosión, seguiremos actuando de figurantes (autor y lectores: cada cual en el papel que el azar le haya asignado) de la tragicomedia que se representa en este escenario ejemplar de los barcos de las megalíneas:
No es accidental que sean todos tan blancos y limpios, porque está claro que han de representar el triunfo calvinista del capital y la industria sobre la putrefacción primaria del mar.
Conecta esta demostración suprema de la frivolidad con una reacción frente a la muerte: frente al acicalamiento (una meticulosa programación de cuidados personales y distracciones variadas) la excitación; frente al trabajo duro, la diversión dura. Y este parentesco aparece también en las imágenes que evoca para crear las comparaciones: la caída de Saigón, del muro de Berlín, la película La lista de Schindler,  la isla de Ellis o la similitud de hechuras del megacrucero con las del destructor. Porque el sentimiento que le provoca esta actividad supuestamente divertida, es el terror:
Como la mayoría de las cosas insoportablemente tristes, resulta increíblemente elusivo y complejo en sus causas y simple en sus efectos: a bordo del Nadir —sobre todo de noche, con toda la diversión organizada, la amabilidad y el ruido del jolgorio— me sentí desesperar. La palabra se ha banalizado ahora por el exceso de uso, desesperar, pero es una palabra seria, y la estoy usando en serio. Para mí denota una adición simple: un extraño deseo de muerte combinado con una sensación apabullante de mi propia pequeñez y futilidad que se presenta como miedo a la muerte. Tal vez se parezca a lo que la gente llama terror o angustia. Pero no acaba de ser como esas cosas. Se parece más a querer morirse a fin de evitar la sensación insoportable de darse cuenta de que uno es pequeño, débil, egoísta y de que, sin ninguna duda posible, se va a morir. Es querer tirarse por la borda.


Es sabido que David Foster Wallace, el lúcido cronista que se atrevió a inmolar la realidad y analizar sus vísceras, se ahorcó en 2008 en su casa de California, a sus cuarenta y seis años.

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