Si quisiéramos conocer de cerca la situación de la mujer proletaria en España en los años treinta del siglo XX, el impulso que cobraron los sindicatos inspirados por las teorías de Marx y la resistencia con la que se recibían sus reivindicaciones ─no solo desde el gobierno sino desde el propio cuerpo al que se pretendía rescatar de unas condiciones miserables─, entonces esta lectura sería además de amena, ejemplar. Si, además, nos interesase añadir a este panorama común a todos los asalariados, el peso añadido de los estigmas exclusivos con que las mujeres nacen, entonces se convierte en una lectura obligatoria.El Tea rooms, de Luisa Carnés tiene la energía de una protesta viva contra la explotación en todas sus manifestaciones. Si la empresarial es importante, la que se mantiene como una nota sostenida durante todo el relato y da un golpe final contundente es la de la mujer. Ella, la autora, conoce muy bien el material con el que trabaja porque lo ha vivido, y convierte su mirada desde abajo en un artefacto cargado de ardor reivindicativo.La galería de mujeres que nos presenta es una muestra suficiente para valorar las distintas facetas de la piedra amarrada al pie de esa mitad de la población que ha contribuido a forjar el bienestar de la otra media y el enriquecimiento de una pequeña porción. Desde la joven que detecta muy pronto un mundo injustamente dividido, y toma conciencia de que a ella le corresponde la parte de los subalternos: el de los fraques proletarios, las batas negras, los cuellos almidonados, a la dependienta veterana, dócil y resignada; la encargada cruel: vigía y capitán al propio tiempo; la vieja asistenta multiempleada, repleta de amargura, soledad y miseria; la beata apegada a las monjas y a los santos, para quien cualquier idea progresista es sacrílega; la hija de viuda que aporta su pequeño jornal al todavía más escaso de su madre como friegaplatos; la joven que prefiere el lugar de trabajo al cuchitril giboso de una portería que comparte con una pariente anciana; la frívola muchacha moderna imitadora de las actrices famosas que caerá en la trampa del romanticismo de novela barata; la casada que protesta enfurecida por una infidelidad que supone una merma en sus escasos ingresos; la que decide abandonar un trabajo imprescindible por escapar del abuso de su jefe o la jovencísima buscadora de cualquier empleo que descargue a su numerosa familia de una boca más que alimentar.
Y sobrevolando siempre, con una autoridad que decide su subsistencia, “el ogro”, el propietario brusco, grosero, autoritario, dueño de los despidos y las admisiones, la gran llave del estómago de aquellos débiles seres.Diez horas de trabajo, un descanso de medio día a la semana que se suspende en el periodo de vacaciones estivales, un jornal de tres pesetas diarias, mientras el pan de la semana cuesta siete. Y cuando esta mínima retribución falla, las salidas se vuelven oscuras y degradantes; como cuando fallan las expectativas de matrimonio con un hombre que huye de la responsabilidad de un hijo no deseado, entonces el túnel se estrecha y quizás acaba en la muerte, después de torpes manipulaciones clandestinas.Que el relato lo escriba una mujer trabajadora ─en una época en que la mujer culta sin recursos era una excepción─ aporta una energía inusual al punto de vista, esa «una» que hace de referencia despersonalizada, borrada, que es la marca del temor: Pero «una» no protesta nunca, al menos ante la encargada o el jefe supremo. El ansia de destapar las muchas situaciones de pobreza, marginación y sumisión obligada llenan las páginas y las apelaciones a la solidaridad y la lucha obrera en este contexto dejan de ser exhortaciones demagógicas.
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