sábado, 18 de febrero de 2023

LUISA CARNÉS "Tea rooms". Anotaciones sobre una novela social de 1934

 

Si quisiéramos conocer de cerca la situación de la mujer proletaria en España en los años treinta del siglo XX, el impulso que cobraron los sindicatos inspirados por las teorías de Marx y la resistencia con la que se recibían sus reivindicaciones ─no solo desde el gobierno sino desde el propio cuerpo al que se pretendía rescatar de unas condiciones miserables─, entonces esta lectura sería además de amena, ejemplar. Si, además, nos interesase añadir a este panorama común a todos los asalariados, el peso añadido de los estigmas exclusivos con que las mujeres nacen, entonces se convierte en una lectura obligatoria.

El Tea rooms, de Luisa Carnés tiene la energía de una protesta viva contra la explotación en todas sus manifestaciones. Si la empresarial es importante, la que se mantiene como una nota sostenida durante todo el relato y da un golpe final contundente es la de la mujer. Ella, la autora, conoce muy bien el material con el que trabaja porque lo ha vivido, y convierte su mirada desde abajo en un artefacto cargado de ardor reivindicativo.

La galería de mujeres que nos presenta es una muestra suficiente para valorar las distintas facetas de la piedra amarrada al pie de esa mitad de la población que ha contribuido a forjar el bienestar de la otra media y el enriquecimiento de una pequeña porción. Desde la joven que detecta muy pronto un mundo injustamente dividido, y toma conciencia de que a ella le corresponde la parte de los subalternos: el de los fraques proletarios, las batas negras, los cuellos almidonados, a la dependienta veterana, dócil y resignada; la encargada cruel: vigía y capitán al propio tiempo; la vieja asistenta multiempleada, repleta de amargura, soledad y miseria; la beata apegada a las monjas y a los santos, para quien cualquier idea progresista es sacrílega; la hija de viuda que aporta su pequeño jornal al todavía más escaso de su madre como friegaplatos; la joven que prefiere el lugar de trabajo al cuchitril giboso de una portería que comparte con una pariente anciana; la frívola muchacha moderna imitadora de las actrices famosas que caerá en la trampa del romanticismo de novela barata; la casada que protesta enfurecida por una infidelidad que supone una merma en sus escasos ingresos; la que decide abandonar un trabajo imprescindible por escapar del abuso de su jefe o la jovencísima buscadora de cualquier empleo que descargue a su numerosa familia de una boca más que alimentar.

Y sobrevolando siempre, con una autoridad que decide su subsistencia, “el ogro”, el propietario brusco, grosero, autoritario, dueño de los despidos y las admisiones, la gran llave del estómago de aquellos débiles seres.

Diez horas de trabajo, un descanso de medio día a la semana que se suspende en el periodo de vacaciones estivales, un jornal de tres pesetas diarias, mientras el pan de la semana cuesta siete. Y cuando esta mínima retribución falla, las salidas se vuelven oscuras y degradantes; como cuando fallan las expectativas de matrimonio con un hombre que huye de la responsabilidad de un hijo no deseado, entonces el túnel se estrecha y quizás acaba en la muerte, después de torpes manipulaciones clandestinas.

Que el relato lo escriba una mujer trabajadora ─en una época en que la mujer culta sin recursos era una excepción─ aporta una energía inusual al punto de vista, esa «una» que hace de referencia despersonalizada, borrada, que es la marca del temor: Pero «una» no protesta nunca, al menos ante la encargada o el jefe supremo. El ansia de destapar las muchas situaciones de pobreza, marginación y sumisión obligada llenan las páginas y las apelaciones a la solidaridad y la lucha obrera en este contexto dejan de ser exhortaciones demagógicas.

 

jueves, 9 de febrero de 2023

"CARTAS FINLANDESAS" Anotaciones misóginas de un caballero español

    Creo que la lectura de esta obra de Ángel Ganivet es muy provechosa, no en el aspecto estrictamente literario, sino en ese eco fiel que la literatura aporta sobre el espíritu de una época. En este libro, mezcla de reflexión personal y observación de un entorno desconocido, se descubre la distancia que separaba nuestro país de los del norte europeo: al autor no solo le asombran las libertades femeninas ─¡montan en bicicleta!─, sino los adelantos en la organización social, como que la gente muera en los hospitales o que los nacimientos tengan lugar en casa de las comadronas. 

    Probablemente, siguiendo el rastro exitoso de la publicación en 1857 de las Cartas desde Rusia, de Juan Valera, Ganivet escribe las suyas desde Finlandia, cuarenta años después, con un tono mucho más distante. De sus opiniones sobre los nacionalismos, la política, sus sistemas de representación o el antagonismo entre lo finlandés y lo sueco no consigo formarme una idea cabal porque los párrafos que creo progresistas se anulan a continuación con comentarios que me parecen irónicos, aunque el tono serio que emplea para hacerlos tampoco me da para tomarlos como tal. 

    Pero de lo que sí puedo formarme una opinión es de sus juicios sobre la mujer que son como un libro abierto que explica la esencia de ese gigante que llamamos patriarcado y su profundo enraizamiento en la atrasada mentalidad española. No se trata de señalar con el dedo a don Ángel Ganivet, sino de ver a través de sus opiniones los consagrados disparates a los que el feminismo ha tenido que enfrentarse. Esta posibilidad de compararnos con otros países por medio de unas páginas escritas hace más de cien años por uno de los hombres más ilustrados del momento nos permite detectar, entre otros clichés, la resistencia al cambio de esa parte del colectivo masculino que se siente agredido en sus esencias porque le arrebatan su supuesto derecho a la dominación, asunto que queda patente en el discurso de estas Cartas, que empiezan por censurar la libertad que disfruta la mujer finlandesas: 

Cuando se escribe sobre cualquier país, basta de ordinario hablar del hombre. El hombre es el ser humano en general, varón o hembra, y lo que de él se dice se aplica a los dos sexos. Aquí en Finlandia la regla no es estrictamente aplicable, porque la hembra ha sacado los pies del plato. La kvinna, la mujer, es pájaro de cuenta: tiene su personalidad propia y bien marcada, y merece un estudio psicológico aparte.

(Tiene su ironía esto de que el uso del masculino genérico ‘hombre’ no le sirva para hablar de estas mujeres). La diferencia con la española del momento es abismal: la finlandesa muy frecuentemente se gana la vida y vive soltera y sola; se educa junto con los varones, hace siempre estudios secundarios y muchas de ellas universitarios. Los párrafos que siguen se comentan a sí mismos: 

Ocurre, pues, que las mujeres estudian para ganar dinero, y después que entran en la vida exterior y mecánica sufren la presión de la rutina y pierden las actitudes estéticas, naturales en la mujer que hace cosas femeninas, como leer, coser, bordar, cuidar los pájaros, regar las macetas o pelar la pava. [...]

Hasta he creído notar que las mujeres que se dedican a trabajos más vulgares tienen mayor propensión a la vida sentimental: el prosaísmo de sus ocupaciones les quita la gracia y delicadeza de la expresión; pero debajo de apariencias adustas, masculinas, se conserva la idea madre, la idea constitutiva de la naturaleza de la mujer: la de rendirse y someterse, de mejor o peor gana, a la autoridad natural del hombre. [...]

Muy bello sería que la mujer, sin abandonar sus naturales funciones, se instruyera con discreción; pero si ha de instruirse con miras emancipadoras o revolucionarias, preferible es que no salga de la cocina. La mujer finlandesa no está conforme aún con su situación: envidia a la rusa y a la norteamericana, y cree que a fuerza de estudios ha de lograr nivelarse con el hombre; mas al casarse, y a veces antes, nota que la tiranía no viene del hombre, sino de la naturaleza femenina, y particularmente de la maternidad, y procura descargarse de este fatigoso deber. Hay quien cree que a las señoras inteligentes se les seca la matriz; yo opino que lo que se les seca es la voluntad. En cuanto una mujer adquiere conciencia exacta de sus obligaciones, y obra, no por instinto, sino por reflexión y cálculo, se insubordina contra su propia naturaleza, donde está la causa de sus penalidades, y se convierte en un hombre estrecho de hombros y corto de piernas, en una calamidad estética y social. [...]

Según los psicólogos misóginos, la mujer es inferior al hombre aun en belleza; pero, aunque esto fuera verdad (y todas las mujeres creen que lo es), nada se adelanta con que el sexo débil se fortalezca y se adorne con todos los atributos masculinos: una hembra con pantalones no es un varón, es un adefesio. La mujer tiene un solo camino para superar en mérito al hombre: ser cada día más mujer. En todo el norte de Europa se trabaja hoy con ardor contra la emancipación: pregúntese a cualquier señorita de por acá cuáles son sus ideas, y dirá que quiere ser libre, pero no emancipada; aunque desee serlo, no lo dará a entender, porque comprende, por los ensayos hechos, lo ridículo de la parodia. [...]

Con ser tan poco favorable la opinión respecto del español, merece aplauso si se la compara con la que se tiene sobre la española. Algunas señoras creen de buena fe que el mayor mal que puede ocurrir a una mujer es nacer en nuestro país: la consideran como una esclava, casi como una mujer de harén. [...]

Pero el punto en que se insiste con verdadera saña es el de la libertad. Estas mujeres tienen la manía de la libertad: pueden hacer lo que quieren, y, sin embargo, acusan al hombre de déspota; y como creen que las españolas viven encarceladas y contentas, las juzgan como seres infelices, sin conciencia de su dignidad personal.

Pero, como Ganivet tiene un pensamiento paradójico (ser ilustrado, reflexivo y misógino es una contradicción difícil de resolver) te encuentras finalmente con este comentario: 

La vida social es bella por la intervención extraordinaria del sexo femenino, e individualmente las mujeres producen una impresión agradable: la de que son personas capaces de vivir independientes, sin necesidad de consejos ni de tutelas; las holgazanas caen con facilidad; las que saben y quieren trabajar tienen el camino expedito, y aun dado caso de que den un tropezón, no por eso desmerecen socialmente, puesto que continúan viviendo decorosamente de su trabajo.