Ayer terminé el libro Temporada de huracanes, escrito por una mujer joven mejicana, Fernanda Melchor.
Es un libro intenso y desagradable, con todos los méritos de la buena escritura, pero manejando un material muy crudo, exponiendo todas las miserias minuciosamente ordenadas en capítulos de párrafo único que enfocan un mismo hecho desde distintas perspectivas. Están muy bien resueltos los cambios de voz dentro de un discurso de flujo: a través de una tercera persona se imita el habla vulgar, integrando los parlamentos que fluyen de un personaje a otro, de un punto de vista a otro, de manera que consigue simular una voz coral, voz del pueblo, indignada, violenta, plagada de latiguillos obscenos.
El tema se centra en una comunidad de individuos pobres, marginados, sometidos a la ignorancia, la magia y la violencia, con rastros de Rulfo y de Comala. Oscura y terrible historia que no deja respiro: a medida que avanza el relato se baja más y más hacia un infierno sin puertas. Quizá tenga una relación ─incluso estructural: introducción, desarrollo, moraleja─ con lo que se llama el narcocorrido.
Nada que objetar al aspecto técnico de construcción de la novela, pero me incomoda mucho la descarnada presentación del tema y ahora, escribiendo esto, caigo en la cuenta de un paralelismo que me es útil para expresar mi malestar. El otro día leía una crítica sobre una película española que da mucho que hablar últimamente y se hacía referencia a lo que los cinéfilos han dado en llamar el travelling de Kapó.
Kapò es una película que Gillo Pontecorvo rodó en 1960 en la que una mujer, dentro de un campo de exterminio nazi, decide suicidarse arrojándose a una alambrada electrificada. La cámara registra el hecho y luego se acerca hasta encuadrar perfectamente el rostro y los brazos de la mujer estéticamente desplegados. Y esta forma de reencuadrar artísticamente un cadáver dio lugar a una valoración ética por parte del director de cine Jacques Rivette:
Aquel que decide en ese momento hacer un travelling de aproximación para reencuadrar el cadáver en contrapicado, poniendo cuidado de insertar exactamente la mano alzada en un ángulo de su encuadre final, ese individuo sólo merece el más profundo desprecio.
No quiero pararme más en por qué el libro me ha traído a esta asociación, ni a considerar si ambas manifestaciones son comparables. De momento me limito a escribirlo.
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