Un día se me despertó el deseo de leer algo de literatura brasileña, de la que conocía muy poco. La espoleta saltó durante una conversación con un refinado lector quien, sabiendo mi admiración por Laurence Sterne, me recomendó las Memorias póstumas de Blas Cubas, de Machado de Assis, curiosa novela que empieza con el “óbito del autor” y le permite la rarísima peculiaridad de conjugar el verbo ‘morir’ en la primera persona del singular del pretérito indefinido. Hablando luego del libro con una amiga, me comentó su relación con una alumna brasileña y, por indicación suya, leí Macunaíma, de Mário de Andrade (un disfrute, me encantó), La hora de la estrella de Clarice Lispector, autora nacida en Ucrania, pero criada en Río, que tiene una escritura extraña (tanto que he tenido que hojear el libro para recordarlo y concluyo que merece una segunda lectura); un toque de Jorge Amado: Cacao y ¡cómo no! Gabriela, clavo y canela y, finalmente, a Guimaraes Rosa, que me hipnotizó al meterme en el, para mí, ignorado y monumental sertao, que creo que es el alma de Brasil.
Haciendo un inciso aquí, diré que mis lecturas se complementan con las extraordinarias herramientas que ofrece Internet, porque cuando digo que me metí en el sertao, quiero decir que pude verlo, y pasearlo, con el Google Earth.
Después decidí abrir dos libros de otras geografías próximas que había evitado en su momento, hace muchos años, porque los sabía llenos de violencia: El señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias, que tenía mitificado y no me pareció superior a Los hombres de maíz (en mi opinión, un relato magistral) y La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, una novela asombrosamente sólida para un joven de veintiséis años. De aquella violencia temida solo quedaba una sombra insignificante, debido al correr del tiempo en mi persona y al desarrollo del gusto ‘gore’ en el cine y la literatura que había subido mucho el nivel de resistencia a la exposición de la crueldad.
Y rematando aquel cortísimo recorrido por la extraordinariamente fecunda América del Sur, acabé con Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, un libro gordo y enjundioso; eso que llaman ‘novela coral o polifónica’ (ambas denominaciones, no sé por qué me resultan antipáticas, aunque se ajusten a lo que se pretende definir). Prefiero hablar de mosaico: pequeñas piezas, que individualmente significan algo fragmentado pero en su conjunto construyen una imagen, la del protagonista (me parece que Arturo Belano es un ‘alter ego’, o no tan ‘alter’ del autor). Al final, no sabes si ha quedado definido o se ha escapado, es inaprensible (por otra parte, como cualquier individuo). Cuando acabo de escribir esto me viene a la memoria la imagen de la adivinanza con la que se cierra el relato y me parece haberla resuelto:
¿Qué hay detrás de la ventana?
¡La libertad! (Han arrancado la reja para escaparse).
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