Me gusta anotar el saludable estado de ánimo que me deja el descubrimiento de un escritor grande. Esta vez se trata de Julio Ramón Ribeyro, peruano de la generación literaria de 1950. Cada vez que me ocurre esto del descubrimiento tengo dos pensamientos contrarios: lamento mi ceguera y celebro mi ignorancia que me permite a estas alturas tener la estupenda sensación de que el océano literario es enorme e inabarcable y pescar a los buenos es una actividad emocionante.
Empecé a leer La palabra del mudo sin un gran entusiasmo porque la colección de cuentos se me parece un poco a una sucesión de platos preparados por las mismas manos con ingredientes parecidos. Pero, a medida que he ido avanzando, me he dado cuenta de que no estaba frente a una de tantas recopilaciones: iba encontrando ideas cada vez más frescas, una ironía que afinaba su sutileza y una expresión innovadora, a pesar del medio siglo transcurrido desde su publicación.
Y, al llegar a los relatos de la década de los 70 en París, me parece que la escritura se levanta con un sello tan personal y enérgico que puedo deducir la lucha del autor por conseguir un estilo propio año tras año, logrando con talento y esfuerzo ampliar los cauces de la fórmula literaria más primitiva y más frecuentada. Es un plus que añadir a este libro: la biografía muda que duerme por debajo.
El Carrusel me ha llegado como un originalísimo homenaje a la raíz de los cuentos. Ese enlace entre historias que Sherezade conseguía dejando el final para el día siguiente, lo imita Ribeyro con una gracia enorme haciendo que cada interlocutor meta su baza y nunca se alcance un final, sino una rueda infinita que podría llegar más allá del mítico número mil uno.
En Ausente por tiempo indefinido se trata algo tan universal como la frustración por no alcanzar el éxito, pero colocándolo en su envés: el logro de vivir en plenitud sin el ansia de pasar a la posteridad:
Al verlo servir, agasajar, con tanto calor, desinterés y elegancia le pareció comprender algo: que era posible llevar una vida creativa sin escribir jamás una línea. Don Carlo era un creador, pero de algo tan fugitivo y precioso como eso que ocurría ante su vista, el momento feliz. Ese albergue baldío, por el que nadie daba un céntimo, se convertía gracias a don Carlo en un templo resplandeciente donde los íntimos que venían todas las tardes creían durante unas horas estar en contacto con la eternidad, es decir, con el olvido.
Con Silvio en el rosedal me he divertido acompañando a este hombre empeñado en descifrar el sentido de la vida para, finalmente, encontrarse a sí mismo y la felicidad en la conciencia inefable de la falta de trascendencia.
Y no sabría si recomendar la lectura de Solo para fumadores a los exfumadores nostálgicos. Porque este cuento es como las cajetillas de tabaco actuales: llevan el aviso de los terribles males que puede provocarte, pero dentro contiene la promesa de conseguir conectar con el universo. Y, si no, lee este argumento que roza la locura alucinada de un enamorado:
Me dije que, según Empédocles, los cuatro elementos primordiales de la naturaleza eran el aire, el agua, la tierra y el fuego. Todos ellos están vinculados al origen de la vida y a la supervivencia de nuestra especie. Con el aire estamos permanentemente en contacto, pues lo respiramos, lo expelemos, lo acondicionamos. Con el agua también, pues la bebemos, nos lavamos con ella, la gozamos en ejercicios natatorios o submarinos. Con la tierra igualmente, pues caminamos sobre ella, la cultivamos, la modelamos con nuestras manos. Pero con el fuego no podemos tener relación directa. El fuego es el único de los cuatro elementos empedoclianos que nos arredra, pues su cercanía o su contacto nos hace daño. La sola manera de vincularnos con él es gracias a un mediador. Y este mediador es el cigarrillo. El cigarrillo nos permite comunicarnos con el fuego sin ser consumidos por él. El fuego está en un extremo del cigarrillo y nosotros en el opuesto. Y la prueba de que este contacto es estrecho reside en que el cigarrillo arde, pero es nuestra boca la que expele el humo. Gracias a este invento completamos nuestra necesidad ancestral de religarnos con los cuatro elementos originales de la vida.
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