Ayer terminé Boquitas
pintadas, de Manuel Puig, argentino del que solo conocía, a través del
cine, El beso de la mujer araña; o
sea, no conocía. El libro es un alarde de manipulación estética, lingüística y
de estructura. Con un material que es puro cliché de la pasión, tomando como
apoyo las letras del tango y del bolero, escribe una historia triste de
frustraciones amorosas (tango, tango...) empleando el tono de un informe policial
o de una crónica de sociedad (nunca había reparado en su gran semejanza).
Dicen
las crónicas que era un forofo del cine y que esto influye en su obra. Es
cierto, hay capítulos en los que predomina lo que en la escritura serían los primeros planos: el
tiempo detenido en cada uno de los personajes y, desde luego, un evidente empleo del
flash back.
Hay muchos logros: la mezcla de los
distintos puntos de vista, entreverando el diálogo convencional con el interior
(vía perfecta para expresar todas las modalidades de la hipocresía), el género
epistolar con la descripción minuciosa en la que hablan los objetos: el álbum
de fotos, la habitación de Mabel, la agenda de Juan Carlos o las cartas de amor
quemándose al finalizar la narración. Y la utilización del tiempo, la constatación de cada
fecha, cada hora; a cada movimiento de los personajes deja patente la presencia
agobiante del ojo que vigila sin descanso, un monstruo hecho de susurros y
malas intenciones, dispuesto a tragarte la honra y arruinar tu futuro.
El libro
habla desapasionadamente de una pasión de novela radiofónica; la cara y la cruz
de una retórica vacía que llenaba la cabeza de las mujeres (y hablo
conscientemente en pasado) de imágenes de celuloide con final feliz.
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