miércoles, 27 de diciembre de 2023

Anotaciones rápidas sobre un libro en auge

 

El Retrato de casada, de la irlandesa Maggie O’Farrell, me despierta ciertas dudas en su manera de explotar las modas literarias. Lo he leído con rapidez porque sigue un hilo de intriga y el “¿qué pasará?” es un motor que empuja con mucha eficacia. Ya decía Hitchcock que hacer un primer plano del señuelo al inicio de la película garantizaba el suspense y ataba al espectador a la butaca. Siguiendo esta estrategia: que nada más abrir el libro sepas que a la protagonista la quieren asesinar te arrastra sin pausa por todos los vericuetos que la autora proponga para descubrir si lo logran.

Así, recién terminada la lectura y siguiendo su dinámica de arrastre impulsivo, me atrevo a decir que no me gustó nada el giro de guion que sacrifica a la criada y la poca atención que merece un final tan desdichado, cuando el asunto se centra precisamente en destacar el destino cruel de una mujer. Bien es verdad que es así como trata el destino a los personajes de rango menor.

De la escritura, anotaré que los movimientos de retroceso y avance en el tiempo a veces son tan bruscos que desconciertan y que la inclusión de los debates de actualidad dentro de un marco histórico remoto es seguir un patrón de éxito editorial garantizado, lo que es muy lícito pero le resta solidez al relato. La introducción de los temas que atañen al feminismo no me ha parecido muy sutil: así, señalar el prejuicio sobre la limitación intelectual de la mujer contraponiendo la capacidad de la niña para leer los mapas, me ha traído inmediatamente a la memoria aquel libro que insistió en regalarme alguien poco perspicaz: Por qué los hombres no escuchan y las mujeres no entienden los mapas, escrito al alimón por un matrimonio australiano feliz, a juzgar por las fotos (no me extraña, habiendo hecho un superventas de tamaña estupidez).

Sin embargo, encuentro un hallazgo en este párrafo (y la idea que lo genera):

La falda del traje está colgada de un gancho de la pared en la alcoba cuadrada. El corpiño y las mangas van por separado, están doblados encima de la cómoda y de la mesa. Al cruzar el umbral, a Lucrezia le da la sensación de que es una mujer despedazada en cuatro partes, colocadas con primor encima de los muebles.

Pues opino que la dependencia del vestido y la apariencia es un asunto que las féminas esquivamos sin querer entrar a analizar el ancla reaccionaria de inmovilidad y sometimiento que encierra. El libro lo hace:

Lucrezia toma conciencia inmediatamente de lo ridícula que debe de estar ahí sentada, encerrada en un lago de refinamiento. El corpiño le aprieta, el cuello almidonado le pica, el rubí que le cuelga del cuello tiembla.
Recalcando el poder del ropaje como lenguaje simbólico:
Nadie la mira más que un instante. El disfraz es perfecto. ¡Cuánta libertad solo con desprenderse de su identidad y ponerse la ropa de Emilia! ¡Qué suerte ha tenido! Puede ir a cualquier sitio, participar en cualquier cosa. Estas personas no ven a las criadas, no creen que puedan tener juicio ni emociones. Una criada con vestido marrón es lo mismo que una mesa o un tedero de la pared. De pronto se le abren las puertas de lo privado, de la vida oculta del castello, del revés del bordado, con todos los nudos, trampas y secretos al descubierto.
Y el retrato, con toda su parafernalia de motivos aristocráticos: las telas fastuosas, los pliegues exquisitos, las joyas, congelan una imagen a la que renuncia la persona Lucrezia mudando su piel.