No sabía nada de Concha Alós, una valenciana nacida en 1926, y me he encontrado, una vez más, con una gran escritora sin eco.
Mientras leía su novela, el relato se ilustraba espontáneamente con imágenes del extraordinario cine español en blanco y negro de los años cincuenta, valiosísimo testimonio de la sordidez en la que este país se vio obligado a sobrevivir durante la interminable posguerra: El pisito, Esa pareja feliz, Historias de Madrid, Plácido y otras tantas contaban con tal inteligencia las penurias de los españolitos de a pie, que la censura era incapaz de detectar la demoledora crítica.
Si alguien distanciado de nuestra historia quisiera acercarse sin propagandas blanqueadoras a los años cincuenta y sesenta del siglo pasado y conocer las delicias de aquella España deshumanizada tendría a su alcance un material fidedigno elaborado en el mismo momento que describe: aquellas películas… y también esta novela, que comparte con ellas el ingenio para mostrar las muchas caras de la miseria dando esquinazo al guardián de las esencias patrias.
El tiempo del relato es 1961, coincidiendo con el proceso del nazi Eichmann, y el lugar Barcelona, la gran ciudad, el destino de tantos que esperaban encontrar allí la meca del bienestar que se les negaba en sus pueblos de origen. Una emigración que se encarna en un protagonista colectivo: la pensión sobresaturada.
Y es en este terreno de la convivencia obligatoria donde el libro de Concha Alós brilla con luz propia porque observa aquel microcosmos de la precariedad con una pericia admirable y una mirada comprensiva y compasiva:
La gente de la pensión, estos hombres y estas mujeres que forman una humanidad anhelante de deseos concretísimos y justos: una casa, un hijo, un poco de pan, tiene casi siempre un instinto claro y ama las cosas buenas.
A través de los diálogos: fluidos, espontáneos, con una gracia de realismo sin engolamientos, surgen los fantasmas del momento: el hambre, los recuerdos de la guerra, el estraperlo, los fusilamientos, la cárcel, la emigración a la gran ciudad o el abuso y sometimiento de las mujeres. El fracaso humano, el desastre económico y la sucia cara de la pobreza enseñan su mueca en cada una de las habitaciones de aquella casa, donde se amontonan personajes diversos unidos por su falta de recursos. Escuchando sus voces se pueden contemplar las múltiples facetas de una sociedad vencida, abandonada e impotente:
—Palacios me dijo: «Tú te vienes y yo te contrato. Y te prometo que nada te va a faltar».
—Sí, todos prometen, pero a la hora de la verdad… Mira, yo…
—Los pobres, na, na, na…
—Como un perro. Ni me habían hecho seguro. No me he enterado hasta que me he partido el brazo.…—Todo son bichos y porquería. Si entráramos ahora en la cocina vería usted cómo está de cucarachas. Y si te asomas al patio de abajo, las ratas. ¿Se ha fijado en las ratas?… Algunas tienen el rabo pelado de viejas que son.
—A veces el ruido de las ratas no me deja dormir.
—Y dicen que traen enfermedades.
—Sí, la peste. Y en Nápoles se comían a los muertos.
—¡Qué asco! ¡Mira que comer muertos!…
El señor Joaquín explicaba hoy con detalle la comida oficial del verano anterior. Tiene la Gran Cruz del mérito militar y, a veces, la lleva colgando en la solapa. Sin embargo, nadie ha entendido aún por qué se la dieron.—Yo era casi un niño. Nos metieron en un cuarto oscuro.
—¿Quién los metió en el cuarto oscuro?
—Los comunistas. ¿Quién iba a ser? […]
—Nos metieron en un cuarto oscuro y nos echaban agua por debajo de la puerta.
—¿Quién les echaba agua por debajo de la puerta?
—¿Quién iba a ser? Los comunistas.…Estaba lejos el pueblo, lejos el día en que llegaron a Barcelona recién casados, y alejados parecían, también, los días en que estuvieron realquilados en casa de la vieja Agapita, al otro lado del río;[...] La habitación compartida con otro matrimonio y un peón de albañil, que se llamaba Pedro.…—Mamá. ¿El guardia manda más que todos?
—Más que todos, no. Más manda Franco.
—¿Y el obispo?
—El obispo también manda más. […]
—Y Franco, ¿por qué manda más que todos?
—Porque es el Generalísimo.
—¿Y manda también en los indios?
—No, en los indios, no.…—En mi pueblo las mujeres no pintan nada. Valen menos que un burro, menos que una orza de aceite… Yo sólo volveré allí del brazo de un tío rico, aunque esté podrido… O sola, pero llena de dinero.…—En mi pueblo, a una que se llamaba Alicia, el marido la mató la noche de novios, porque dijo que no la había encontrado virgen. En mi pueblo, cuando llegan los maridos, a deshora, borrachos, en invierno, sacan a las mujeres a la calle en camisa. Y ellas tienen que ir, pisando nieve, a buscar cobijo a casa de los vecinos.…—Desde luego, es que la gente, cuando no hay guerra, hay que ver lo señorita que se hace. Dicen que hay hambre, que no hay trabajo, que la comida está cara… Yo no lo creo. Por todas partes se ven mendrugos. Mendrugos por la calle, por los portales…
El barullo doméstico queda silenciado intermitentemente por una voz femenina que da cauce al pensamiento desolado de quien no ha logrado sacudirse el yugo de los prejuicios (esos gigantes defendidos por generalísimos y obispos) y se ha autocondenado al ostracismo. Ella nos llevará hacia las tesis en las que se apoya la novela y la pertinencia de su título:
Con seguridad habríamos sido felices si las palabras no me hubiesen vencido.
Las palabras: honor, deber, sacrificio… Todas éstas, y otras: manceba, querida, fulana.
Con seguridad hubiéramos vencido si ellas, sonidos articulados, garabatos sobre el papel, no se hubieran convertido en monstruos dentro de mi cabeza.…Volver atrás en el tiempo. Huir, locamente, alegremente, de ese gigante que nos fuerza a ser lo que somos y nos obliga a andar por donde él quiere. Somos enanos rodeados de enanos, y los gigantes se esconden para reírse.