Hoy, al pasar junto a la hermosa iglesia de san Andrés me ha
sorprendido ver abierta la verja que cierra la entrada a la capilla de san
Isidro; así que he aprovechado para entrar y contemplar un espacio acogedor con
luces muy agradables, pero con una restauración fallera y abigarrada.
Aunque lo mejor del recinto, y la razón por la que escribo
estas notas, son los monumentos que el canónigo (o cualquiera que sea la
dignidad que ostente el encargado del santo lugar) ha excretado en el jardincillo
de entrada: una campana plantada en tierra sobre un armazón, con un epitafio
que recuerda a los caídos por España (a los que se cayeron de un lado, porque
el texto es exacto al que leíamos en nuestra niñez en la fachada de todas las
iglesias), con fecha de 2004; y una imagen de la Virgen con el niño, en bronce,
de una traza tipo Florita, entre dos macetones con geranios, erigida el
30-08-2004, en cuyo estrecho y altísimo pedestal lucen unas inscripciones
rancias por el aroma añejo de las catacumbas mentales de donde surge:
Esta real iglesia de San Andrés / alza hoy un testimonio de
/ amor en honor de la madre / de Dios en el 150 aniversario de / la definición
dogmática de / la Inmaculada Concepción y confía que será / un icono a invocar
e imitar / por todos.
En otro de los laterales puede leerse:
Todo Madrid sin dudar,
Madre de Dios, oh María,
diga que sois concebida
sin pecado original
Si se considera la altura del pedestal en relación con la de
la imagen que sustenta, se comprueba que aquél gana en el doble y radiografía
la prioridad del mensaje sobre el icono; el interés material de la consigna por
encima de la evocación del misterio sagrado; el carácter belicoso del bloque de
bronce sobre cualquier significado teológico.
Porque lo magnífico de todo esto es poder constatar la sospecha
de que lo que se conserva puro e inmaculado es la furibunda esencia del dogma
de la Inmaculada Concepción (exacta a la del misil), que en este país tuvo una
importancia fundamental porque sirvió de ariete para que la robusta reacción
española, siempre del bracete de la Iglesia, arremetiera contra los balbuceos
progresistas que el siglo XVIII y sus luces intentaban emitir.
Y para certificar todo lo anterior, paso a copiar un par de
páginas de Las Cartas de España, de
Blanco White (una de las escrituras más lúcidas y honestas sobre la decrepitud
de la sociedad española de su tiempo), que en 1798 dirige unas supuestas cartas
a una supuesta señora inglesa poniéndola al día sobre los usos y costumbres de
nuestro país:
La norma es llamar en la puerta una sola vez y en ningún caso con fuerza, como hacen los vendedores londinenses. A esta llamada contestan desde dentro con un “¿Quién es?”. El visitante responde: “Gente de paz”, que sirve para que le abran la puerta sin más averiguaciones. Los campesinos y mendigos han de gritar desde la puerta: “Ave María purísima”, a los que responden los de adentro: “Sin pecado concebida”. Esta última costumbre no es más que un persistente recuerdo de la violenta controversia teológica que tuvieron hace unos trescientos años los franciscanos y los dominicos sobre si la Virgen María había estado o no sujeta a las penosas consecuencias del pecado original. Los dominicos no querían admitir ninguna excepción al mismo en tanto que los franciscanos defendían ardorosamente la conveniencia de tal privilegio. Los españoles, y muy en particular los sevillanos con su proverbial galantería, se pusieron de parte del honor de Nuestra Señora y abrazaron con tanto entusiasmo esta última opinión que llegaron a convertir el santo y seña de su partido en el saludo que todavía prevalece en Andalucía.Cuando la disputa teológica estaba en plena efervescencia y antes de que el Papa hubiera impuesto silencio a los dominicos, el pueblo sevillano inició la costumbre de reunirse en algunas iglesias para salir en procesión por las calles de la ciudad presididos por un estandarte rematado por una cruz y en el que había una gran pintura de la Purísima. Durante esta procesión cantaban un himno a la Inmaculada Concepción y rezaban en alta voz las cuentas del rosario. Estas procesiones se han venido celebrando hasta nuestros días y constituyen una de las habituales molestias nocturnas de la ciudad.
Aunque los que ahora salen en ellas pertenecen a las clases humildes, todos ellos asumen la importancia característica y el espíritu altanero que distingue a las hermandades religiosas de este país por muy insignificantes que sean. Cada vez que una de estas desarrapadas procesiones se presenta al público ocupa la calle de extremo a extremo obligando a los transeúntes a detenerse y a permanecer en pie y descubiertos en cualquier clase de tiempo hasta que el estandarte haya pasado. Estas desgarbadas y pesadas banderas se llaman en Sevilla simpecados, nombre derivado de la opinión teológica en cuya defensa se alzaron.
El gobierno español bajo el reinado de Carlos III presionó al Papa de la forma más ridícula para que la pureza inmaculada de María fuera incluida entre los dogmas de fe de la Iglesia católica. Sin embargo, la Corte de Roma, con la cautela que siempre ha presidido su política espiritual, se esforzó por evitar un exceso de autoridad que algunos de sus propios teólogos podían poner en tela de juicio, pero con precisión teológica supo encontrar una solución de compromiso fulminando su anatema contra los que tuvieran el atrevimiento de afirmar que la Virgen María había derivado alguna mancha moral de los primeros padres. Más aún, personificando de alguna manera el misterio de la Inmaculada Concepción puso los dominios españoles en Europa y América bajo la influencia protectora de este misterioso evento. Esta declaración fue acogida con enorme alegría en toda la nación y celebrada con fiestas populares en ambas orillas del Atlántico. El rey creó por su parte una Orden a la que honró con el emblema de la Inmaculada Concepción —una mujer vestida de azul y blanco— y promulgó una ley que requería de todos los que pretendieran recibir algún grado académico en la Universidad o ser admitidos en cualquiera de las corporaciones civiles y religiosas que abundan en España, la declaración solemne bajo juramento de su firme creencia en la Inmaculada Concepción. También han de prestar este juramento los artesanos al ser admitidos en su gremio.
Bueno... pues así siguen, más o menos, los jerarcas de la
iglesia: comiendo de las sobras de la suculencia que vivieron.